La escritura ha sido una constante a lo largo de mi vida. Empecé a escribir diarios a los trece años y ya no pude parar. Hasta la fecha he publicado tres libros: una novela, un ensayo sobre menopausia y un manual de comunicación con pacientes, también varios relatos, dos de los cuales fueron premios literarios.
A continuación puedes leer algunos de mis cuentos:
EXPERIMENTOS DE UN CAFÉ DE RICHMON.
La revista Blue Gum del Centre d’Estudis Australians de la Universidad de Barcelona, ha publicado en la página 57 mi cuento Experimentos de un Café de Richmon. En las notas de la editorial comentan: «A disturbing love story taken to its very limit, which shakes the reader into unrest while simultaneously providing a strange sense of… peacefulness? Yet this exquisite story is indeed disquieting. Perhaps because it reminds us that it is only at the very limits where real love stories begin, or because it manages to awaken those uncanny echoes which can never be fully grasped, but only intuited; or perhaps, simply, because this story is also a blue stone.»
«Una perturbadora historia de amor llevada al límite, que agita al lector con inquietud mientras a la vez le provee de una extraña sensación de… calma? Aún así, esta exquisita historia es ciertamente inquietante. Quizás porque nos recuerda que es sólo en los límites donde las verdaderas historias de amor comienzan, o porque consigue despertar esos extraños ecos que no pueden ser nunca completamente captados, sólo intuidos; o quizás, simplemente, porque esta historia es también una piedra azul».
En el siguiente enlace tenéis la revista y el cuento:
Experimentos de un café de Richmon
AQUELLAS COSAS QUE NOS DIJIMOS EN LA PLAZA…

-En el contexto internacional del arte experimental y de vanguardia, no se dan habitualmente obras de carácter femenino –dijiste acercándome la cerveza.
-Es de vital importancia que desarrollemos un papel activo en el proceso de creación –te contesté.
-En general, creo que habría que abandonar definitivamente la composición pictórica convencional. ¿Cuánto hace que te divorciaste?
-Tres años… Se trataría de romper el concepto del arte conceptual básicamente por la zona de los pies.
No sé por qué me tembló la mano.
-Las connotaciones efímeras de algunas obras pueden provocar momentos de éxtasis en el espectador y el blanco de tus ojos tiene muchas tonalidades casi imperceptibles, pero yo pagaría cualquier precio por tenerlos en casa.
-Nos podemos aproximar a la obra condensando el pensamiento y la emoción para convertirla en un recuerdo extraordinario. Pásame una croqueta.
-En 2001 Yoko Ono instaló el Árbol del Deseo justo aquí al lado.
-Lo recuerdo. El mío no cabía.
-Imagina…
-Creo que lo ideal es perder el control sobre el proceso.
-¿Te subes a mi moto ya?
Publicado en revista digital Depiefoto, nº 2. 201
Fotografía: Alicia Martorell
EN LA PUNTA DE LA LENGUA
No me dio siquiera una oportunidad. Y jamás lo hubiera dicho aquel día en que la miré a los ojos y ella me miró como si ya lo supiera: llevaba toda la vida esperando y, sí, era yo.
Pero ellas nunca están satisfechas, hablan de intuición y luego no se fían.
-Antes de besarte –me dijo-, necesito que respondas a una pregunta.
-¿Qué? –balbuceé sabiendo que nada podría separarnos después.
-¿Qué hay en mí que sea mío?
– …
Fotografía: Alicia Martorell
LA NOVIA DE FRANKESTEIN
Tengo glamour. Tengo tanto glamour. Me hago a mí misma. Las personas que tienen glamour se construyen a sí mismas…
Con una cánula aspiro la grasa de mi papada, la centrifugo, encierro a las células traumatizadas en el manicomio y me la inyecto, pura, a través de la axila o arrancándome los pezones.
Empiezo a tener una imagen positiva de mí misma.
Como el músculo platisma se me cae, tengo muchos anillos de Venus, pero no me importa, no me causa ningún complejo: abro mis orejas con un bisturí hasta la nuca y el mentón y despego suavemente la piel y la estiro, la estiro… y la recojo en un pequeño moño con un lazo detrás del cuello. Ay, que dolor. Ahora solo necesito proyectar el mentón.
Me hago un blanqueamiento de dientes y sonrío ante el espejo con gesto heroico. Me arranco las muelas del juicio para resaltar los pómulos. ¿Pómulos o juicio? Pómulos, pómulos. Me hago una periondoncia, una endodoncia y una escultura dental con la forma del Pensador de Rodin. No, mejor con el David de Miguel Angel, que está más bueno. Me lavo los dientes y le pongo dentífrico por todo el cuerpo y me lo engancho al hueso con titanio puro, como el Guggenheim.
Para tener una mirada más joven me abro el párpado inferior por la línea de las pestañas y me extirpo el músculo.
Me hago una rinoplastia para solucionar mis complejos psicológicos.
Me construyo unos gemelos con prótesis de silicona envueltas en poliuretano y me pongo dos prótesis en cada pierna para que armonicen con la forma poliédrica de mis rodillas y tobillos.
Opto por la solución quirúrgica y me reconcilio con mi trasero. Perdón. Te perdono por existir.
Me voy al Mar Muerto a que me embadurnen todo el cuerpo con barro y me hago un tatuaje en la frente, que es la única parte que no se ha quedado amoratada.
Ojos, nariz, pómulos, orejas, labios, dientes, mentón, cuello, pecho, espalda, vientre, glúteos, muslos, piernas, brazos y depilación. Si no soy perfecta me invento a otra.
¡Dos millones de mujeres intervenidas no pueden equivocarse! ¡La belleza empieza por dentro! (Saca un bote de pastillas y se las traga compulsívamente).
Publicado en la revista 5 Guineas nº 1, mayo de 2006
EL BUDA DE YESO BAJO EL RAYO DE LUNA
Si no respiro el tiempo se detendrá. Al menos eso le decía Shinasutsu Sensei cuando practicaban aquella danza sobre samurais. Cuando el rayo de luna pasa entre las ramas del cerezo hay que contener la respiración, entonces se crea el silencio y quien te mire quedará atrapado en esa imagen.
Si no llego la primera a la oficina será una vergüenza. Yoshida San es tan puntual que es casi imposible llegar antes que él. Quizás lo hace a propósito para humillarme, quizás intuye que soy la mejor vendedora.
Y lo intentó, sobre todo por la fascinación que le produjo la primera vez que lo hizo. Como si fuera a tragarla una ola gigante, se giró de pronto en mitad del cruce más concurrido del barrio de Ginza y se detuvo conteniendo la respiración. Vio un mar de chaquetas oscuras que se abalanzaban sobre ella, la atravesaban y seguían su trayecto. Hombres de agua con su maletín, con paso rápido, sin detenerse, intentando llegar los primeros a la oficina. El vértigo que le producía era parecido al que sentía cuando volvía la cabeza y dejaba ver su cara, cubierta de polvo de arroz, a la gente que la veía bailar.
Por supuesto aquello no servía para llegar antes, pero sí para darle seguridad, porque ser capaz de parar su tiempo le confería poder sobre todas las cosas.
Ese poder le hizo llegar a las ocho en punto pero, por supuesto, Yoshida San había llegado dos minutos antes. No sabía cómo lo hacía. Seguro que la noche anterior se había emborrachado como la mayoría de la plantilla. Si ella bebía, al día siguiente no se podía ni mover. Los samurais de la danza del rayo de luna también bebían sake junto a un castillo para celebrar la victoria de un combate. Debía ser cosa de hombres lo de beber por cualquier cosa.
-Buenos días Noriko San –le dijo el muy hipócrita-. Espero que trabajes mucho hoy.
-Yo también espero que tu trabajes bien.
Hizo algunas llamadas para concretar las entrevistas de la semana siguiente. Consiguió tres en menos de una hora, dos de ellas para un par de templos, lo cual le aseguraba bastante la jugada. A las once se iba a encontrar con el director de un salón de banquetes que quería decorar el jardín del restaurante, así que antes bajó al almacén para ver qué materiales había para ofrecer. De hecho no hacía falta que bajase, podía haberlo preguntado por teléfono, pero le gustaba ir allí de vez en cuando. Era bien curioso, la gente viajaba a Kyoto para visitar los treinta y tres Budas alineados del Sanjusangendo y, doce pisos por debajo de su oficina, disponía de doscientos para ella sola. Los podía ver cuando quisiera, sin pagar entrada, los podía tocar.
-¿Cómo andamos de Budas de piedra? –preguntó Noriko San al mozo de almacén.
-No quedan muchos, pero hoy ha llegado un cargamento de Budas de madera de pino.
-¿Puedo verlos?
Noriko San se apoyaba en el argumento de que viendo el material le era más fácil venderlo, pero en realidad lo que le gustaba a Noriko San era tocarles la cabeza. No sabía por qué, al menos ella no estaba enganchada a ningún programa de animales de compañía virtuales, como Yoshida San, que hablaba con los peces tropicales que tenía en el ordenador. Ella tocaba las cabezas de los Budas porque eran redondas y agradables, también porque la proximidad de las divinidades le producía cierto cosquilleo eléctrico, y un poco por consolarles de tanto encierro en compañía de sí mismos. El caso es que tocaba todas las cabezas posibles, sobre todo si la dejaban sola.
Cuando visitaba a los clientes explicaba las cualidades de cada Buda como si de sus hijos se tratase. Les decía si eran resistentes al agua o muy ligeros, o si permanecerían durante generaciones y cambiarían de color con el paso del tiempo. Pero lo que le hubiera gustado contarles era si el de caoba era más bondadoso que el de caucho, si el sentado tenía mejor humor que el derecho, o si el de teca daba mejores consejos.
A veces, cuando se inclinaba ante Shinasutsu Sensei para hacer el saludo ritual, pensaba en los Budas del almacén y le daban ganas de bailar alguna vez para ellos.
-Piense que cuando llegue el otoño y las hojas del arce se pongan coloradas, el contraste de un Buda pálido dará un efecto estético de gran belleza –le decía Noriko San a su cliente mientras sacaba la calculadora.
Pero entonces, ¿dónde estaba Dios? ¿Repartía su alma en tantos trozos como remesas de figuras llegaban en los camiones al almacén? ¿Tenía Dios el alma de madera? ¿Tenía el caucho alma de Dios? ¿Y el yeso? ¿Era más cómodo que la piedra para ser habitado? ¿No estaría mejor el alma en una cometa?
Noriko San sentía pena por sus Budas, por sus clientes, por Yoshida San y hasta por ella misma, y sólo esperaba a que llegara la noche para inclinarse frente a Shinasutsu Sensei y contener la respiración.
Tantas preguntas se hizo que un día decidió comprarse a sí misma un Buda dorado, que le parecía el más hermoso. Se le ocurrió cuando viajaba en el monorraíl deslizándose sobre el puerto y contemplaba la ciudad tan llena y desolada. Sacó el terminal portátil e introdujo su nombre y dirección en el contrato. En un par de semanas se lo trajeron a casa bien envuelto. Era un Buda tumbado.
-Así no te cansas -le dijo.
Lo puso en el salón y le tocó la cabeza todo lo que quiso. Desde entonces, cada vez que volvía de la oficina se sentaba delante de él y le miraba a los ojos. Buda parecía siempre medio adormilado.
-¿Dónde estás? -le decía.
Lo observó y meditó mucho tiempo antes de decidir quitarle la capa de pintura dorada. Lo lavó meticulosamente buscando su verdadera cara.
-Vamos, despierta.
Entonces apareció un Buda blanco, esculpido en yeso, que le pareció, sin duda, más humilde y bonachón. Pero aquello no la calmó por dentro y siguió lavándolo día tras día.
Yoshida San se rió mucho de ella aquella semana porque, a pesar de sus esfuerzos, llegó tarde algunos días y se equivocó en varias ocasiones. Y es que nadie sabía que, durante el día, Noriko San vendía Budas; por la noche bailaba conteniendo la respiración; y de madrugada destilaba el alma de Buda, que se le iba en hilos de agua blanca, como un rayo de luna corriendo por el fregadero.
Publicado en la antología de cuentos PLACE, Ed. Actar 2004
Imagen: El Buda y el Cable. Autor: Arkangel. C. Commons
EL INQUILINO
Había entrado en la famosa crisis de los treinta, debía ser así, por eso, quizás, comencé a sentir la imperiosa necesidad de buscar estabilidad, seguridad, algo a lo que aferrarme y sobre lo que montar el eje de mi vida. Fue una época de locura en que los tipos de interés bajaron en picado y todo el mundo empezó a comprarse casas y cosas y a pedir créditos; y yo quería ser como todo el mundo. Había aceptado, por fin, que mi rebeldía juvenil carecía ya de energía para seguir viviendo y que era mucho más cómodo dejarse llevar por la corriente que luchar empecinadamente contra los elementos.
Quería ser propietaria.
Quise apropiarme entonces del elemento más básico para una subsistencia tranquila: un piso. Me compraría un piso como centro de batalla, una base. A partir de ahí la vida consistiría en alargar tentáculos hacia todas partes, construir bajo mi construcción de ladrillos y cemento.
Increíblemente en los dos últimos años había conseguido ahorrar una cantidad suficiente como para pagar una entrada, y siempre había conseguido torear los alquileres de los múltiples pisos por los que había pasado, con lo cuál ¿por qué no iba a seguir haciéndolo con mi crédito? La artesanía no daba para mucho, es cierto, pero ya había conseguido mi círculo de clientes fijos y había organizado alguna que otra exposición con mis esculturas de vidrio. Todo dependería del precio y la mensualidad de la hipoteca.
-Me voy a comprar un piso -les dije a mis amigos.
-Estás loca -respondieron todos al unísono.
Quizás no se había agotado del todo mi espíritu de contradicción. Contra todo raciocinio me fui a visitar bancos.
Me puse mi único traje-chaqueta, que había comprado de rebajas hacía pocas semanas pensando que siempre daría peso en situaciones serias, y adquirí el tono de suficiencia necesario para relacionarse a niveles medio-superiores. Eso me causaba cierta satisfacción cuando comprobaba que funcionaba, que podía ser una persona respetable, aunque sospechaba de esa risa incontrolable que me acechaba a la salida de los despachos, y de esa sensación de haber estado jugando a un juego divertido en que todos los participantes nos movíamos dentro de un casillero lleno de reglas de comportamiento y donde sólo se podían utilizar determinadas palabras -y no otras- porque si no quedabas descalificado. Pero siempre me preguntaba si el señor del despacho también se divertiría jugando o si se habría vuelto loco y se creería el asunto como le ha ocurrido a algún perturbado en los juegos de rol.
Lo cierto es que todos ellos repetían mi nombre como el de un ser querido, apretaban firmemente mi mano, me ofrecían cigarrillos, me llamaban por teléfono y me regalaban tarjetas de crédito. A mi me gustaba hablarles de mis viajes, de arte, y mirarlos fijamente a los ojos cuando empezaba el baile de los porcentajes y las ventajas inigualables; conseguir, al menos una vez, que tartamudeasen o perdieran el hilo de la conversación, entonces me quedaba satisfecha y dejaba que me acompañasen a la puerta prometiendo volver.
Después visité el mundo de las inmobiliarias. Un mundo de alegrías y guías turísticos. No hay nada como darse un paseíto con un comercial para poder contemplar la parte positiva de la vida. Empecé con los pisos más baratos, porque si bien una vez colocado el traje tenía tendencia a perder de vista la cruda realidad y soñar y soñar, mantuve la conciencia de mi poder adquisitivo, conciencia que había sido entrenada durante años mediante el procedimiento estímulo-castigo, por haberme atrevido antaño a imaginar cosas inimaginables para mi persona.
En mi recorrido por la ciudad, visité todo tipo de cuchitriles y cajas de zapatos, pero lo más curioso de todo es que aquello se convirtió en un estudio antropológico, ya que algunas de ellas estaban todavía habitadas en el momento en que las iba a ver. Así conocí a una familia numerosa de chinos que se concentraban alrededor de una ventana entre boles y platos de arroz, unos rumberos en plena juerga flamenca, y hasta pude saludar a una ancianita saliendo de su cama con un cigarro en la boca recién despertada de la siesta.
Los agentes comerciales -si eran ellas, cabello planchado o lacado de peluquería; si eran ellos, embadurnados con litros de agua de colonia-, sonreían entre aquella muchedumbre y decían cosas como:
-No se deje engañar por las apariencias, imagíneselo sin gente y sin olor, tiene muchas posibilidades.
Un día rompí el protocolo al no poder reprimir por más tiempo un ataque de hilaridad al entrar en una escalera del todo unipersonal donde pared y yo, hombro con hombro, subíamos, peldaño a peldaño, hasta una puerta diminuta, increíblemente más diminuta que yo, que desembocaba en una especie de ratonera con puertas que daban a habitaciones con ventanas a la altura de la rodilla.
Debe ser lo que se llama realismo mágico.
-Dígame usted -le dije a mi vendedor doblada sobre la barandilla de la escalera- si no nos habremos equivocado y yo realmente me llamo Alicia, esto es el País de las Maravillas y nos hemos comido un bombón envenenado.
Mi acompañante se me quedó mirando e hizo una mueca que no supe muy bien descifrar.
Estaba a punto de tirar la toalla, cuando un día, yendo por la calle y mirándolo todo, obsesionada como estaba con el tema, me topé con un cartel colgado en el escaparate de una tienda de pisos.
C/ Dr. Badosa 36
Piso 4 habitaciones, soleado, balcones al exterior.
Baño, cocina, alta luz y agua, céntrico.
Todo reformado.
Precio actual: 150.000€
OCASION: AHORA 60.000€ CON INQUILINO.
Nunca me habían propuesto nada semejante. Aquello debía tener una explicación. Por si acaso, cuando llegué a casa cogí el diccionario y busqué la palabra “inquilino” por si pudiera tener más acepciones. Pues no, efectivamente se trataba de un ser humano.
¿Qué querían decir exactamente?
Entré en la inmobiliaria y pregunté, señalando con el dedo aquel misterioso cartel, al señor con gafas y pelo con perfecta raya a un lado.
-Oh, es una ocasión única -me dijo abriendo los ojos-, de verdad, tiene que verlo.
-¿Al piso o al inquilino? -le pregunté todavía estupefacta.
-Ja, ja, ja, al piso, desde luego.
-¿Y el inquilino?
-Bueno, es un señor encantador.
-Pero… ¿me tengo que quedar con él?
-Ja, ja, es una forma de decirlo. Digamos que él vive allí. Pero el piso es muy grande, una maravilla, apenas se dará cuenta ni de que existe.
No podía salir de mi asombro. Como soy curiosa, pensé que eso era algo que no se podía perder, así que acepté la invitación de ir a verlo.
La calle Dr. Badosa siempre había sido de mis preferidas, tranquila, amplia y llena de galerías de arte, pero cuando subí al piso me quedé paralizada, tenía ante mí el lugar de mis sueños, un espacio enorme, con grandes habitaciones, amplias salas silenciosas bañadas de sol y una terraza donde podría cultivar mis plantas. Había sitio suficiente para vivir e instalar un par de talleres. Un lujo.
-¿Le gusta? -preguntó mi anfitrión con una sonrisa dentífrica.
-Es encantador.
Recorrimos el largo pasillo hasta una puerta que permanecía cerrada.
-¿Y esta habitación? -le dije.
-Bueno, aquí es donde vive él.
-¿Él?
-El inquilino.
Sonrió de nuevo. Picó entonces con los nudillos en la puerta.
Se abrió con un chirrido y apareció una figura menuda, con lentes redondos y aspecto pacífico. Era bastante mayor y caminaba con pasos cortos.
-Este es Raimundo.
Y Raimundo mostró su boca medio desdentada.
-Entonces, ¿usted vive aquí? -le dije tendiéndole la mano.
-Sí señorita, pero le aseguro que no causo ningún tipo de problema. Apenas salgo de la habitación, tengo aquí todas mis cosas y eso es suficiente. Yo le pagaría un módico precio y usted dispondría del resto de la casa. Ya ha visto que es grande. Siempre bajo a comer al bar, por lo que también tendría la cocina para usted sola. Por otra parte, yo no duraré mucho y entonces podrá usted utilizar mi humilde habitación.
Yo no sabía qué decir, así que nos sonreímos de nuevo mutuamente y nos estrechamos la mano.
¿Qué puedo argumentar en mi defensa? Sí, era una majadería, pero no tenía nada que perder. Nunca conseguiría comprarme una casa como esa si no era de esta manera, y Raimundo parecía encantador, tenía que ser inofensivo; cerrando la puerta del pasillo no tenía ni por qué verlo. Un palacio, un taller, podía ver la decoración, la pintura de las paredes, mis esculturas como un ejército, alineándose frente a su madre.
Dije que sí.
Puede que todo tenga una explicación psicoanalítica y que simplemente fuera mi tendencia natural a meterme en líos, ese imán invisible de los problemas; quizás fuera que realmente no me estaba comprando un piso, sino zambulléndome en una aventura extraña; quizás lo que quería era comprarme un inquilino.
En fin, fuese lo que fuese, ya no sirve de nada pensar en todo ello. Lo cierto es que esa misma semana firmé los papeles y dispuse los preparativos para el traslado; el odioso traslado y la innumerable cadena de cajas y cajas arrinconadas por doquier; el perderlo todo para recuperarlo inesperadamente y volverlo a perder otra vez. La enfermedad del caos.
Curada ya al cabo de un tiempo, comencé a disfrutar de mi palacio. Monté mi taller de artesanía en una sala y la más luminosa se la dejé al vidrio. Allí instalé un horno y trabajé en mi mejor producción, empecé a jugar con los efectos de la luz sobre el cristal y todo ello dio lugar a mi obra más creativa, que empezó a exponerse en varias salas de la ciudad con gran éxito.
Efectivamente a Raimundo ni lo veía, pasaba los días en su cuarto y sólo salía para bajar a comer al bar. Cada fin de mes depositaba su alquiler en una curiosa caja de galletas que había decorado pegando recortes de ángeles y jirafas y que dejaba en un armario de la cocina. Cuando nos encontrábamos por el pasillo, él siempre sonreía y afirmaba con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con mis pensamientos. Alguna vez, mientras trabajaba en el taller, me sentí sobresaltada por la sensación de ser observada; era porque me había dejado la puerta entreabierta, entonces veía la figura de Raimundo a lo lejos, plantado en mitad del pasillo con sus pequeños ojos azules clavados en mi. Cuando se sabía descubierto sonreía, afirmaba y se iba arrastrando los pies.
Hasta una tarde en que vi su cuerpo pequeño sosteniéndose junto al marco de la puerta mientras trabajaba en una de mis estructuras.
-Perdone usted que la moleste -me dijo en un hilo de voz.
-¿Qué le ocurre, Raimundo? -le pregunté.
-Creo que debe usted saber que me queda poco de vida.
-¡Pero qué dice buen hombre! -le dije horrorizada ante tal confidencia.
-Sí, lo se. Anoche soñé que me salía de mi.
-¿Que se salía de usted?
-Sí, me salía de mi y me quedaba tan tranquilo.
-No diga tonterías, eso fue sólo un sueño -le dije un poco inquieta.
Entonces abrió unos ojos como platos.
-¿Todo eso es suyo? -me dijo mirando mis vidrios.
-Sí, pase, pase y se lo enseñaré ¿le gusta?
Le gustaba, le gustaba extraordinariamente, parecía hipnotizado entre las formas transparentes, las miraba de arriba abajo, les daba la vuelta, sonreía, suspiraba.
-Esto sí que es belleza -me decía.
Le hablé del proceso de fabricación, de cómo surgían las ideas, le mostré mis experimentos con luces. Fue una tarde encantadora, él estaba muy interesado, yo me sentía halagada y pensé que aquello quizás pudiera ser el principio de una bonita relación. Pero al despedirnos, me dijo algo que entonces no pude llegar a entender.
-Le voy a pedir un favor -me explicó-, mañana por la mañana entré en mi habitación, en la mesita de noche habrá un sobre para usted.
Entonces se fue arrastrando los pies.
Yo no entendía nada. Pensé que quizás era un abuelo excéntrico que quería financiar mi obra. Me quedé un tanto intrigada, pero no le di más importancia.
A la mañana siguiente, después de desayunar, fui hasta el cuarto de Raimundo. Piqué con los nudillos, pero nadie contestó. Empujé la puerta. Vi su figura inerte sobre la cama. Le llamé, pero no se movió. Con un escalofrío le tomé el pulso. Efectivamente parecía ser que Raimundo se había salido de sí mismo y esta vez no pensaba volver. Estuve un rato paralizada y luego me puse a observar la habitación: lo había dejado todo ordenado y en paquetes, como si se fuera a ir de viaje. No habían muchos muebles, sólo una mesilla de noche, un armario y una vitrina llena de figuritas de cristal de Bohemia. Sobre la mesilla había un sobre.
Lo cogí entre asustada e intrigada, abrí la solapa. En el interior había una carta.
Mi querida propietaria:
Sé que ha llegado mi hora, posiblemente será esta misma noche cuando ocurra. He querido advertirla esta tarde, pero no ha querido escucharme. Lo comprendo, estas cosas dan miedo y no es fácil creer en alguien que dice preveer el futuro. En mi siempre ha sido así, desde pequeño tenía ciertas premoniciones, intuiciones si quiere llamarlo así, apenas brisas que se escapaban en cuanto pretendía mirarlas o tocarlas. Pero en fin, no quiero aburrirla con pequeñeces, a pesar de que esta noche parezco predispuesto a los recuerdos, será porque es la última y las despedidas son siempre nostálgicas.
Verá, he querido dirigirle esta carta para pedirle un favor. Ayer quedé francamente emocionado con lo que usted era capaz de hacer con las formas y los materiales, sus esculturas me parecieron sublimes y disfruté mucho viéndolas. Yo siempre he sido un amante del arte, casi le podría decir que ha sido el motor de mi vida, lo que más valoraba de ella, y sin embargo la vida me privó de eso que yo tanto hubiera deseado: el talento. Sí señorita, carezco completamente de cualquier tipo de talento artístico, soy incapaz de crear, pero puedo reconocer una buena obra y, sobre todo, puedo disfrutarla. Mi ilusión hubiera sido poder llenar esta casa de arte para deleitarme contemplándolo, pero mi situación económica tampoco me lo ha permitido. Y ahora resulta que usted lo hace por mi, ahora que ya es demasiado tarde. Jugarretas de la vida. Era consciente de que nunca podría ver realizado mi sueño; sin embargo ayer, viendo sus figuras, se me ocurrió que quizás todavía había algo que podía hacer. Mi vida ha sido del todo mediocre, aparte del trabajo de ferroviario en mi juventud y las visitas a los museos, poco más se puede destacar al respecto. Bueno, tuve una mujer, una mujer que me acompañó durante muchos años, pero que nunca me entendió. Disculpe, ya estoy escribiendo cosas que no vienen al caso, claro que me hubiera gustado contarle mi vida, pero eso ya no tiene sentido. Por dónde iba…
…No es demasiado tarde. Verá, yo creo, sé, que hay algo después de la muerte, no sólo que hay algo, sino que una vez me desprenda del cuerpo, podré observar lo que ocurre por aquí. Eso puede ser estupendo. Seguramente ahora mismo estaré mirando plácidamente cómo lee mi carta. No se asuste, yo jamás la molestaré. Pero entonces he pensado que qué mayor alegría que convertir mi cuerpo en una obra de arte y poder contemplarme a mi mismo como una creación escultórica. Igual que los insectos atrapados en el ámbar, yo, Raimundo Martínez, pasaría a la inmortalidad entre su maravilloso vidrio.
Le pido, señorita, que haga una escultura de mi.
Imagíneselo, querida, para mi la eternidad; para usted la celebridad, sería la primera persona en el mundo en hacer algo así, sus obras se cotizarían como las mejores.
Todo el mundo elige su forma de desaparecer: unos dentro de un ataúd, otros incinerados… yo quiero ser embalsamado entre cristales por usted. Sólo le pido que no me venda, usted sería la única propietaria, aunque sí me parece bien que me deje expuesto en algún museo.
Píenselo bien y concédame este deseo póstumo que daría sentido a toda mi vida; yo, por mi parte, prometo velar por usted desde el más allá. Seríamos tan felices…
Sin más, me despido dándole las gracias por anticipado. Por favor, no me defraude. Le deseo lo mejor.
Quede constancia con este escrito de mi absoluto consentimiento en cuanto a lo que arriba se especifica.
Raimundo Martínez Bermejo
(3 de Mayo de 2002)
Mientras leía la carta me tuve que sentar. Al principio me pareció la carta de un demente. Por descontado, nadie me había propuesto nunca algo parecido. Sin embargo había una extraña lógica en todo aquello.
¿Qué puedo argumentar en mi defensa? Sí, podía parecer una locura, pero ¿qué había de malo en ello? Se podía hacer algo con gusto estético, algo que no tenía por qué ser desagradable. De hecho, mientras miraba a Raimundo, tendido en la cama, con una sospechosa sonrisa en los labios, se me ocurrieron varias ideas.
Seguramente todo debe tener una explicación psicoanalítica, pero qué puede importar eso ahora. Ahora sólo puedo concentrarme en el trabajo, esta es mi obra más grande, la que posiblemente marcará toda mi vida, Raimundo debe quedar sublime dentro de su burbuja de cristal, puedo ver su foto en todos los periódicos, y también la mía, debajo y en los titulares el nombre de la obra que marcará una época de transgresiones: “El inquilino”.
Premio Scribos 2002. Publicado en la revista Atenea nº 6 el 2002
LA HOJA DE BUDA
para Yasmina
Este pequeño gesto tuyo de ahora, que se une a tantos otros gestos tuyos -cada vez que me dices: mira, mamá, te he traído un regalo, y apareces cargada de piedrecitas o conchas o dibujos de corazones-, ha desencadenado en mí la certeza de que ya tienes edad para conocer lo que ocurrió hace muchos años, en un pueblecito en la frontera entre Tailandia y Birmania llamado Sangkhalaburi.
Era febrero y tu madre deambulaba por las calles sin más objetivo que conocer cosas nuevas. Aquella mañana, me senté en una parada de autobús a esperar uno que me llevara a una ciudad más al sur, cuando se acercaron tres mujeres con un niño. La más joven se sentó a mi lado:
-¿Qué autobús esperas? –me preguntó.
-El que va a Kanchanaburi.
-No pasará hasta dentro de tres horas, puede que tarde más.
La muchacha tenía el pelo corto y unas enormes gafas. De su mano se aferraba un niño de unos cinco años que tenía un ojo amoratado y una ceja partida.
-¿Hay alguna manera de ir bajando en esa dirección? –le dije.
-¿Te espera alguien? –preguntó.
-No.
-Entonces ¿por qué no vienes con nosotras? Somos monjas budistas, vivimos a treinta kilómetros de aquí, en un bosque de bambú. Podrías quedarte tres días y ver cómo vivimos, luego puedes seguir tu camino. Me llamo Kamonrat –me dijo extendiendo la mano.
Es cierto que siempre te digo que no hay que hablar con desconocidos, ni mucho menos irse con ellos a sitios que no conoces, pero mirando a los ojos de aquellas mujeres estuve segura de que eran incapaces de hacer daño ni a una mosca. Así que le dije que sí y cogimos el siguiente autobús que pasó por allí y que nos dejó en medio de una carretera, en un punto donde aparentemente no había nada. Empezamos a caminar por un bosque de bambú que filtraba islas de luces y sombras entre trazos de verde esmeralda. Después de un buen trecho, vi unas superficies hechas de ramas, que se sostenían sobre pedazos de troncos, como grandes somieres hechos con trozos de naturaleza que protegían de la humedad del suelo.
-Nosotras vivimos aquí –me dijo-. Somos nueve monjas y cuatro monjes. Ellos están un poco más allá.
-¿Vivís a la intemperie? –le pregunté atónita- ¿Qué pasa cuando llueve y hace frío?
-Aquí nunca hace frío y si llueve mucho tenemos una cabaña. Te enseñaré la mía.
Poco más allá había una pequeña choza hecha con troncos de bambú alineados y ramas en el techo, con el tamaño justo para que un par de personas pudieran tumbarse.
-Tengo suerte –me dijo-. Mi cabaña está al lado del río. Si necesitas bañarte sólo tienes que bajar por este camino. Tenemos mucha agua.
Me quedé los tres días con Kamonrat y las monjas del bosque. Durante el día, los niños Mon nos visitaban mientras sus padres trabajaban, a medio kilómetro de las plataformas de bambú, en la construcción de un templo a cambio de comida. Los Mon son una minoría étnica refugiada de la persecución del gobierno birmano a ese lado de la frontera. Las monjas salían a pedir limosna por los pueblos de alrededor y, con lo que les daban, compraban el arroz que comíamos todos una vez al día y el material para la construcción del templo. Por la tarde meditaba con ellas, escuchando sus cantos y después concentrándome en el punto luminoso que desprendía una de las barras de incienso que encendía Kamonrat. Por la noche hablábamos las dos sentadas en su superficie de bambú, rodeadas de la oscuridad del bosque, sintiendo los sonidos de los demás animales, que a veces oíamos acercarse entre las sombras, hasta que caíamos dormidas allí mismo.
Cuando acabaron las vacaciones volví a mi casa. Pero meses después llegó una carta con sello de Tailandia. En ella decía:
Querida Sara: Guardo buen recuerdo de los días que pasaste con nosotras y espero que tengas ocasión de volver pronto. Te envío en esta carta una hoja de Buda del bosque de bambú como regalo. No es mucho pero, como sabes, no tengo nada y esta hoja es muy importante para nosotras. Espero que te guste. Un abrazo. Kamonrat
Dentro del sobre había una hoja. Mirándola bien, era una hoja extraña, como un corazón invertido al que se le ha alargado un extremo hasta convertirse en una especie de gancho. La guardé como si fuera un tesoro.
Volvieron las vacaciones y, esta vez, volé hacia Cuba. La Habana es una de las ciudades más hermosas del mundo, llena de palacios habitados y coches espectaculares. Los palacios acostumbran a estar en ruinas y a muchas personas apenas les llega el dinero para poder comer, pero cuando llega la noche, El Malecón se llena de gente que baila junto al mar y de músicos que cantan las melodías más tiernas. Dicen que Cuba es un caimancito que te come el corazón y de allí aprendí que la alegría y las ganas de vivir son fuerzas poderosas. Un día, caminando por el barrio de El Vedado, vi una hoja junto a la acera que me llamó la atención, era una hoja de Buda igual que la que me había enviado Kamonrat. La recogí y la guardé. En aquella ocasión iba con más gente y teníamos prisa, así que no me pude parar a mirar de qué árbol podía haber caído. Cuando volví a mi casa la guardé junto a la anterior.
Pero exactamente un año más tarde, volé hacia la India para encontrarme con un poeta que había defendido la libertad arriesgando su vida. Los indios me enseñaron una frase que repetían sin cesar y que desde entonces me acompaña: Nada es imposible; del poeta conocí que los héroes existen. Un día paseando por un parque, vi junto a mi pie otra hoja de Buda. La recogí y, esta vez, miré alrededor para ver si habían caído más, también miré las hojas que había en los árboles para poder saber qué árbol era el que las producía, pero todas eran diferentes. Aquella era la única hoja de Buda de las inmediaciones.
Al llegar a casa decidí que era hora de comprar una libreta donde guardar todas las hojas de Buda de mi vida.
Un buen día dejé de viajar por el mundo, o al menos de tener esa necesidad constante de escaparme. Decidí entonces hacerlo dentro de mí y llegué a lugares muy lejanos, fascinantes y sorprendentes. La geografía interior puede ser tan increíble como la exterior. Aprendí a escucharme, a quererme y, con ello, a poder hacerlo con los demás. Y un día, paseando por las calles de mi ciudad, vi una hoja de Buda en un escaparate. Miré el rótulo de entrada a la tienda y ponía: Interiorismo. Entré sin dudar y pedí a la dependienta si podía comprar la hoja del escaparate.
-Tengo dos más –me dijo-. Son de colores diferentes.
-Póngamelas todas.
Y mi libreta siguió llenándose.
Y ya casi había olvidado esta historia de hojas de Buda que empezó hace tantos años, si no fuera porque este pequeño gesto tuyo me la ha hecho recordar. Porque ese regalo que me traes hoy en tu manita es, ni más ni menos, que una hoja de Buda que has recogido de camino a la escuela y que me ofreces insistiendo que la mire, que es especial, que es muy bonita.
No sabes cuánto.
Imagen: Hoja de Buda. Autora: Sara Sender
TRANSITANDO POR LA TELA DE ARAÑA
1.
Me llamaba por mi nombre o, al menos, eso parecía. Quizás era sólo un lamento: abwesenheit, abwesenheit… repetía con una voz difusa, que era casi distinta a la suya, que era casi hueca y, a la vez, trataba de decirlo todo en cuatro sílabas, en un esfuerzo imposible. ¿Se habría perdido? No podía ser, nunca me pareció el tipo de persona que necesitara ser rescatada. Fuera cual fuera su significado, yo me reconocía en aquel acento extranjero y respondía, como si siempre lo hubiera hecho, a su sonido. Yo la seguía porque no había sabido hacer otra cosa, porque la añoranza se me había metido en el alma de mi cuerpo, porque no acertaba a encajar las letras en las palabras, porque me faltaba, porque me faltaba…
Dime dónde estás y voy. Es difícil conocer tu ubicación. Repite el nombre de nuevo. Espera. Tengo pies para caminar. ¿Cuál es la estación? No me da miedo. Sólo necesito tiempo, estoy a punto de entrar. Debería cerrar los ojos por si me ciega la luz.
Tengo las manos agrietadas de frío. No encuentro las líneas de las cosas, las cosas solían tener líneas, o puede que fueras tú la que dibujabas la realidad. Ahora ya soy casi como un ciego. En el espacio blanco tanteo. Hazme una señal. No me vayas a dejar ahora solo en esta nada que no veo, que no comprendo. He sido valiente para llegar hasta aquí, así que susúrrame ausencia de nuevo para saber qué camino tomar.
2.
Si supieras que el vacío me está descomponiendo, que casi tengo ante mí la visión de mi propia mente. Los brazos de mis neuronas se extienden como arañas de colores trayéndome historias. Recuerdos, pedazos, imágenes, llegan con la velocidad de los raíles, pero ellos son los trenes y yo el hierro forjado por donde corren. Vienen de lejos y sin invitación. Recuerdo el sabor de los placeres, el dolor de los huesos cuando crecen, el crepitar de algunas gentes, muchas noches, la confusión constante. Recuerdo haber sido visto en bares de mala muerte y que, a veces, la vida se me iba por las calles, pero, sobre todo, recuerdo el olor de tus ojos.
Agarro de un sorbo el brazo de mi neurona de color rojo y me quedo ahí un rato. Uno tiene que tener sus derechos ante sus propias representaciones. Me quiero detener en él antes de continuar, pasearlo. De alguna forma es por eso que estoy aquí. De alguna forma este momento no es más que entonces. Me introduzco en el río-raíl y me abandono hacia donde quiera llevarme. Atravieso el túnel. Un murmullo me recoge al otro extremo, el eco de las voces sin amo, dejadas en suspensión, que se deslizan por las paredes de baldosas blancas. Entre ellas, un tejido de notas musicales. Es por la mañana, la hora en la que el gitano de la línea tres baja al andén y se desplaza hacia la línea uno tocando la misma pieza en el acordeón. Siempre la misma, a la misma hora, con el mismo trayecto, con el mismo discurso en la boca preparado para repetirlo, como cada día, en el vagón que lo engullirá y se lo llevará, envolviendo el pasillo con su ruido de ruedas.
3.
En la sección veintisiete del transbordo hacia la línea tres no transitaba demasiada gente. En la papelera había un guante, un pañuelo de papel, una cartera, una jeringa, algo de algodón y un bocadillo de tortilla a medio comer, lo recuerdo bien. Los puntos móviles aumentaban de tamaño conforme se acercaban, para menguar después. Insignificantes, iguales, precisos, llegaban y se iban sin dejar rastro. La primera vez que te vi estaba arreglándome el vendaje del brazo; la segunda, me había parado a meditar; la tercera te esperaba. Supe que volverías por la confusión de tu frente, pero lo que te distinguía de los demás era la decisión con la que te precipitabas hacia un lado y hacia otro del pasillo, tu andabas el camino para desandarlo al instante, escogías una dirección para tomar la contraria. Podías haber sido una turista perdida, en ese caso te hubiera ofrecido ayuda, nadie mejor que yo conoce este lugar, pero la tensión de tus movimientos era otra, tu sabías lo que querías y a mí me fascinó tu no ir a ninguna parte en aquel no-lugar entre dos líneas. Porque es ahí, en los lugares de tránsito, donde se descubre la verdad y donde las pequeñas diferencias lo dicen todo. Te imaginé llegando de una ciudad de fluorescentes azules, una ciudad de bancos cómodos, demasiado cómodos.
Puede que estuvieras harta de caminar en línea recta, puede que quisieras desafiar los principios de la lógica, puede que tu fueras, al fin, la persona que buscaba.
4.
Empecé a seguirte porque no sabía hacer otra cosa, porque el azar te había traído como un regalo, porque me fío de mis impulsos y tu me arrastrabas. Quería saber quién eras, dónde acababan tus pasos. De vez en cuando una ola de gente te engullía. No me importaba empujar los cuerpos que se precipitaban hacia mí con tal de no perderte. Una vez en que casi desapareciste grité desesperado y el camino se abrió hasta ti, pero tu fingiste no escucharme, tu sabías que yo estaba allí, que no hacía falta esperarme. Después del vómito de cada tren volvía el vacío en el espacio y dejaba tu silueta estampada sobre un fondo que ya no miraba. Cuando de pronto cambiabas de dirección, yo usaba diferentes estrategias. Al principio no quise asustarte y me detenía rebuscando en los bolsillos, dejando que me adelantaras para guiarme de nuevo. Luego me di cuenta de que era inútil disimular, de que tu ya debías saberlo todo. Entonces me paraba y te miraba y esperaba que me adelantaras sin bajar la vista. Fue en uno de aquellos momentos cuando me miraste por primera vez. Tus ojos olían a azufre y todo el vello de mi piel se erizó. Nunca había visto nada así. Tu me pertenecías.
Poco después escuché tu voz que me llamaba, tu palabra secreta mezclándose en el eco del corredor.
5.
¿Dónde estoy? ¿En qué lugar del tiempo me he establecido? No puedes dejarme ahora, no te atreverás. Lo había planeado todo, lo tuve claro con una rapidez excepcional. No me siento la carne. Quiero volver al hilo del pasado, tu y yo juntos caminando. Podía ver la decisión en tus pies, el cuerpo rígido, siempre impulsado. En la mano llevabas un maletín. Me van a explotar los oídos con tanto silencio. No me encuentro las manos. Todas las imágenes juegan y se diluyen. Yo esperaba a que te parases, entonces te cogería del brazo y nos iríamos, pero primero tenías que pararte, cuanto más tarde mejor, agotar toda tu energía, que no hubiera gente alrededor. Estoy desorientado. Yo quería hacer de ti una mujer de conocimiento, tu tenías las bases necesarias para acompañarme. No veo nada. Estoy asustado. Repite mi nombre, por favor. Yo jamás te hubiera hecho daño. He pasado años bajo la superficie de la ciudad esperando una señal. Cada día igual, una repetición nauseabunda de gente con prisa. Esto no es como aquello, pero tampoco es el exterior. ¿Es que me he vuelto loco? Los ojos ya no están en su sitio.
6.
¿Oiga? ¿Puede decirme en qué línea estamos? ¿Oiga? Por favor, que alguien me conteste. ¿Es que nadie puede oírme? Os conozco bien, nido de termitas, os he visto cien veces apoyados en la escalera mecánica, subiendo y bajando en el engranaje de la cadena de montaje, construidos en la fábrica, como imágenes en el espejo del primer ser insípido, repletos de racionalidad. Conozco vuestro hábitat: en lugar de puertas, torniquetes; en lugar de ventanas, anuncios publicitarios; en lugar de plantas, niveles, andenes y zonas. Luego llega un tren y os quedáis como dos masas grises unos frente a otros, bloqueando las puertas, nadie puede salir y, por tanto, nadie puede entrar. Se aprende mucho de la observación de vuestros movimientos. Si fuerais capaces de ver cómo habéis perdido la identidad…
Pero ahora necesito saber dónde estoy. Necesito que reaccionéis por una vez, que me prestéis atención. Luego os dejaré en paz. Sólo hay una cosa que me interesa. ¿Vio alguien a la mujer del maletín?
7.
Las sombras han huido. Siempre resulté desagradable, pero no sé ser otra cosa. No pierdo la esperanza de encontrarte. Aunque todo parece distinto sabré orientarme. Conozco la luz de los tubos de gas, sé todas sus particularidades. En estos mundos sin calles, sin edificios y sin vistas lejanas, no existe la misma lógica que bajo el cielo. El mapa de una red de metro suele ser una abstracción con líneas paralelas aunque en realidad no lo son. Así es como hay que entender este mundo: una red simplificada, donde se navega a través de puntos por líneas que se cruzan. Aunque estas líneas nunca indiquen cuáles son los transbordos. No puedo perderme. Sólo haría falta que las superficies volvieran a tener límites. Es difícil conservar el sentido de dirección. Me pregunto si las entradas siguen abiertas hacia arriba, si ese eje con el mundo ha dejado de existir.
Cuando ocurre algo fuera de lo normal las cosas se vuelven del revés. Si te viera como entonces, este espacio de tránsito se convertiría en un lugar. El lugar donde coincidimos tú y yo ahora tiene una proporción mítica.
8.
Estoy atrapado en una tela de araña sin contornos. Trato de recordar para hallar una pista. El mundo sólido se fragmentó. Un fuerte viento de polvo de hormigón me perforó el cuerpo. No sé si fue un ruido tan grande que se convirtió en atmósfera o un silencio estruendoso. Caminábamos por el andén de la línea uno, casi parecía que quisieras coger el metro, pero no era tu intención. Se acercó el hombre del uniforme a pedir cuentas, como siempre. El hombre del uniforme me conocía bien, nos veíamos a diario y, sólo cuando ya no podía soportar el aburrimiento, venía a molestar, a trabajar, a cumplir con su deber. Muchas veces me lo quitaba de encima con un par de explicaciones, con mucha paciencia, pero esa mañana no podía parar, eso hubiera significado que te alejaras para siempre. Seguí caminando como si no le hubiera oído, siguiendo el hilo que tendías por detrás de tus rodillas. El gran mezquino me sujetó por el brazo para detenerme, saqué fuerzas de ti y me solté. La segunda vez que se interpuso entre tú y yo le aparté y eché a correr, te grité y te giraste un segundo para mirarme. No entiendo por qué tu también te pusiste a correr, yo nunca te hubiera hecho daño. En aquel momento te hallabas unos diez metros delante de mí. Abrazaste el maletín contra tu pecho sin darte cuenta de que las puertas del vagón se habían abierto y una masa compacta de gente se abalanzaba contra ti. Hubiera sido imposible no chocar.
9.
La explosión fue algo instantáneo, no como en las películas, cuando los héroes tienen tiempo para huir o protegerse. Las cosas cambian en un instante y no hay vuelta atrás. Debía haber mucha gente, también debió afectar al exterior, es sabido que alrededor de los agujeros oscuros es donde siempre se encuentran los puntos más densos de la ciudad. Es en ese instante que te perdí de vista. Todo lo que yo conocía de mí y del mundo se dispersó por el espacio. Pequeñas puntas de aguja dispararon los sentidos hacia todas direcciones. Los fluidos de mi cuerpo se volcaron alrededor. Quizás se fundieron con los tuyos, pero qué importan ahora nuestros cuerpos cuando queda tanto por hacer. Hubo negro, hubo rojo y luego blanco, ese blanco por donde vagué tanto. Después me envolvió la neblina y pude adivinar, al fondo, la luz que me llamaba. Volví a escuchar tu voz que me guiaba en un susurro y supe que mi destino era seguirte.
10.
Aún me llama por mi nombre, a veces creo escucharlo entre los canales de luz. No me queda otra cosa por hacer que esperar señales, pero ya no me canso, ni siquiera tengo que preocuparme por comprender. He creído verla entre los reflejos que se superponen y que me atraviesan, quizás era a mí mismo a quien veía porque, como ya he dicho, ella y yo estábamos hechos del mismo material. Me estoy acostumbrando a este lugar constante y caudaloso que no contiene nada. Aunque todo es silencio siento la presencia permanente de multitudes que andan de puntillas. En ocasiones me visitan recuerdos como ráfagas, como trenes que se detienen un instante para luego seguir su trayecto. En los intervalos de espera, sólo la oigo a ella y la imagino con su figura precisa desandando el camino de vuelta, eligiendo una ruta para tomar la contraria, transitando de un lado a otro por la gran tela de araña.
Trabajo publicado por el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, junto con fotografías de Chema Alvargonzález sobre el metro de Madrid, junio de 2003
Me acaba de leer Yasmina tu cuento «La Hoja de Buda». Muy bonito. Nos reímos mucho del rótulo «Interiorismo».
Qué hermosos relatos. ¡Los recuerdo todos!